Fragmento de la presentación del libro Mitos raíces universales, de Silo. Argentina, marzo 18 de 1991.
“Pero ya contemporáneamente y en el lenguaje común, la palabra «mito» señala dos realidades diferentes. Por una parte, la de los relatos fantásticos sobre las divinidades de diferentes culturas y, por otra, aquellas cosas que se creen con fuerza pero que en realidad son falsas. Claramente, ambos significados tienen en común la idea de que ciertas creencias tienen fuerte arraigo y que la demostración racional en contra de ellas se abre paso con dificultad. Así, nos sorprende el hecho de que pensadores esclarecidos de la antigüedad hayan podido creer en cuestiones que nuestros niños escuchan como cuentos a al hora de ir a dormir. Las creencias en la tierra plana o en el geocentrismo hacen brotar una sonrisa piadosa mientras comprendemos que tales teorías no eran sino mitos explicativos de una realidad sobre la que el pensamiento científico no había dicho su última palabra. Y así, cuando consideramos hoy algunas de las cosas que creíamos hace pocos años, no nos queda sino sonrojarnos por nuestra ingenuidad, al tiempo que somos capturados por nuevos mitos sin recordar que nos está ocurriendo el mismo fenómeno padecido anteriormente.
En estos momentos de vertiginosa transformación de nuestro mundo hemos asistido, correspondientemente, al desplazamiento de algunas creencias que sobre el individuo y la sociedad se tenían por verdades netas hace menos de un lustro. Digo «creencias» en lugar de teorías o doctrinas, porque me interesa destacar en el núcleo de los antepredicativos, de los pre juicios que operan antes de la formulación de esquemas mas o menos científicos. Así como a las novedades tecnológicas se las acompaña con expresiones tales como «¡fabuloso!» o «¡increíble!», que equivalen a un aplauso oral, también nos estamos acostrumbrando a escuchar el difundido «¡increíble!» asociado a los cambios políticos, a las caídas de ideologías completas, a las conductas de líderes y formadores de opinión, a los comportamientos de las sociedades. Pero este segundo «¡increíble!» no coincide exactamente con el estado de ánimo que se manifiesta ante el prodigio técnico sino que refleja sorpresa y desazón ante fenómenos que no se creían posibles. Así, simplemente, gran parte de nuestros contemporáneos creían que las cosas eran de otro modo y que el futuro iba en otra dirección.
Debemos pues reconocer que ha existido un importante consumo de mitos y que eso ha tenido consecuencias en las actitudes vitales, en el modo de encarar la existencia. Debo advertir que no entiendo a los mitos como falsedades absolutas sino, opuestamente, como verdades sicológicas que coinciden o no con la percepción del mundo en que nos toca vivir. Y hay algo más, esas creencias no son solamente esquemas pasivos sino tensiones y climas emotivos que, plamándose en imágenes, se convierten en fuerzas orientadoras de la actividad individual o colectiva. Independientemente del carácter ético o ejemplificador que a veces les acompaña, ciertas creencias poseen una gran fuerza referencial por su misma naturaleza. No se nos escapa que la creencia referida a los dioses presenta importantes diferencias con las fuerte creencias desacralizadas pero aún salvando las distancias reconocemos, en ambas, estructuras comunes.
Las débiles creencias con las que nos movemos en la vida diaria, son fácilmente reeplazables a poco de comprobar que nuestra percepción de los hechos fue equivocada. En cambio, cuando hablamos de fuertes creencias sobre las que montamos nuestra interpretación global de las cosas, nuestros gustos y rechazos más generales, nuestra irracional escala de valores, estamos tocando la estructura del mito que no estamos dispuestos a discutir en profundidad porque nos compromete totalmente. Es más, cuando uno de estos mitos cae, sobreviene una profunda crisis en las que nos sentimos como hojas arrastradas por el viento. Estos mitos privados o colectivos orientan nuestra conducta y de su acción profunda sólo podemos advertir ciertas imágenes que nos guían en una determinada dirección.
Cada momento histórico cuenta con creencias básicas fuertes, con una estructura mítica colectiva, sacralizada o no, que sirve a la cohesión de los conjuntos humanos, que les da indentidad y participación en un ámbito común. Discutir los mitos básicos de época significa exponerse a una reacción irracional de diferente intensidad conforme sea la potencia de la crítica y el arraigo de la creencia afectada. Pero, lógicamente, las generaciones se suceden y los momentos históricos cambian y así, lo que en un tiempo anterior era repelido, comienza a ser aceptado con naturalidad como si fuera la verdad más plena. Discutir en el momento actual el gran mito del dinero implica suscitar una reacción que impide el diálogo. (aplausos).
Rápidamente nuestro interlocutor se defiende afirmando por ejemplo: «¡cómo que el dinero es un mito, si es necesario para vivir!»; (risas), o bien: «un mito es algo falso, algo que no se vé; en cambio el dinero es una realidad tangible mediante la cual se mueven las cosas», etcetera, etc, etc. De nada valdrá que expliquemos la diferencia entre lo tangible del dinero y lo intangible que se cree puede lograr el dinero; no servirá que observemos la distancia entre un signo representativo del valor que se atribuye a las cosas y la carga sicológica que ese signo tiene. Ya nos habremos convertidos en sospechosos, (risas). Inmediatamente nuestro oponente comienza a observarnos con una mirada fría que pasea por nuestra vestimenta, exhorcizando la herejía mientras calcula los precios de nuestra ropa, (risas aplausos), ropa que indudablemente, ha costado dinero…, reflexiona en torno a nuestro peso y las calorías diarias que consumimos, piensa en el lugar en que vivimos y así siguiendo. En ese momento podríamos ablandar nuestro discurso diciendo algo así: «En verdad hay que distinguir entre el dinero que se necesita para vivir y el dinero innecesario»… (risas), pero esa concesión ha llegado a destiempo. Después de todo, allí están los bancos, las intituciones de crédito, la moneda en sus diferentes formas. Es decir, distintas «realidades» que atestiguan una eficacia que aparentemente nosotros negamos. Bien vistas las cosas, en esta ficción pintoresca, no hemos negado la eficacia instrumental del dinero, es más, lo hemos dotado de un gran poder sicológico al comprender que a ese objeto se le atribuye más magia que la que realmente tiene. El nos dará la felicidad y de alguna manera la inmortalidad, en la medida que impida que nos preocupemos por el problema de la muerte. (risas).
Este mito desacralizado muchas veces operó cerca de los dioses. Así, todos sabemos que la palabra «moneda» deriva de Juno Moneta, Juno Avisadora, al lado de cuyo templo los romanos acuñaban, precisamente, la moneda. A Juno Moneta se pedía abundancia de bienes, pero para los creyentes era más importante Juno que el dinero de cuya buena voluntad éste derivaba. Los verdaderos creyentes hoy piden a su dioses diferentes bienes y, por tanto, también dinero. Pero si verdaderamente creen en su divinidad ésta se mantiene en la cúspide de su escala de valores. El dinero como fetiche ha sufrido transformaciones. Por lo menos en Occidente, durante mucho tiempo tuvo como respaldo al oro, ese metal misterioso, escaso y atractivo por sus especiales cualidades. La Alquimia Medieval se ocupó de producirlo artificialmente. Era un oro todavía sacralizado al que se atribuía el poder de multiplicarse sin límite, que servía como medicamento universal y que daba la longevidad además de la riqueza. También ese oro movió afanosas búsquedas en las tierras de América. No me refiero solamente a la llamada «fiebre del oro» que impulsó a aventureros y colonizadores en Estados Unidos, más bien hablo de El Dorado que buscaban algunos conquistadores y que también estuvo asociado con mintos menores como la fuente de juvencia.
Pero un mito de fuerte arraigo, hace girar en torno a su núcleo a los mitos menores. Así, en el ejemplo que nos ocupa, numerosos objetos están nimbados por cargas transferidas del núcleo central. El automóvil que nos presta utilidad es también un símbolo del dinero, del «status» que nos abre las puertas a más dinero. Sobre ese particular Greeley dice: «Basta con visitar el salón anual del automóvil para reconocer una manisfestación religiosa profundamente ritualizada. Los colores, las luces, la música, la reverencia de los adoradores, la presencia de las sacerdotizas del templo (las modelos), (risas), la pompa y el lujo, el derroche de dinero, la masa compacta (todo esto constituiría en otra civilización un oficio auténticamente religioso). El culto del automóvil sagrado tiene sus fieles y sus iniciados. El gnóstico no esperaba con más impaciencia la revelación oracular, que el adorador del automóvil los primeros rumores sobre los nuevos modelos. Es en ese momento del ciclo periódico anual cuando los pontífices del culto (los vendedores de automóviles), (risas), cobran una importancia nueva, al mismo tiempo que una multitud ansiosa espera impacientemente el advenimiento de una nueva forma de salvación».
Por supuesto no estoy de acuerdo con la dimensión, con la dimensión que ese autor atribuye a la devoción hacia el fetiche automóvil. Pero de todas maneras tiene la virtud de acercarse a la comprensión del tema mítico en un objeto contemporáneo. En verdad se trata de un mito desacralizado y, por tanto, tal vez pueda verse en él una estructura similar a la del mito sagrado pero justamente sin su característica fundamental de fuerza autónoma, pensante e independiente. Si el autor tiene en cuenta los ritos de la periodicidad anual, también vale su descripción para la celebraciones de los cumpleaños, Año nuevo, entrega del Oscar o ritos civiles semejantes que no implican una atmósfera religiosa como ocurre en los mitos sacralizados. Establecer las diferencias entre mito y ceremonial hubiera sido de importancia, aunque tal cosa escaparía de nuestros objetivos inmediatos. También hubiera sido de interés establecer separaciones entre el universo de las voluntades míticas y el de las fuerzas mágicas en las que la oración es reemplazada por el rito de encantamiento, pero también este tema está más allá del presente estudio.
Cuando consideramos unos de los mitos desacralizados centrales de esta época (me refiero al dinero), lo tuvimos en cuenta como núcleo de un sistema de ideación. Me imagino que los oyentes no habrán imaginado una figura semejante a la que propone el modelo atómico de Bohr en la que el núcleo es la masa central alrededor del cual giran lo electrones. En verdad el núcleo de un sistema de ideación tiñe con sus peculiares características a gran parte de la vida de las personas. La conducta, las aspiraciones y los principales temores están relacionados con este tema. La cosa va más lejos aún: toda una interpretación del mundo y de los hechos conectan con el núcleo. En nuestro ejemplo, la historia de la humanidad tomará un carácter económico y esta historia se detendrá paradisíacamente cuando cesen los conflictos que discuten la supremacía del dinero.
En fin, hemos tomado como referencia uno de los mitos desacralizados centrales para aproximarnos al posible funcionamiento de los mitos sagrados de que habla nuestro libro. Hay, de todas maneras, grandes diferencias entre un sistema mítico y otro porque lo numinoso, lo divino, falta completamente en uno de ellos y eso pone diferencias difíciles de eludir. Sea como fuere, las cosas están cambiando a gran velocidad en el mundo de hoy y así, me parece ver que se ha cerrado un momento histórico y se está abriendo otro. Un momento en el que una nueva escala de valores y una nueva sensibilidad parece asomar. Sin embargo, no puedo asegurar que nuevamente los dioses se están acercando al hombre. Los teólogos comteporáneos sufren la angustia de la ausencia de Dios, tal como la experimentaba Buber. Una angustia que no pudo superar Nietzsche luego de la muerte divina. Ocurre que demasiado antropomorfismo personal ha habido en los mitos antiguos y tal vez aquello que llamamos «Dios» se exprese sin voz a través del Destino de la humanidad.
Si se me preguntara cabalmente si espero el surgimiento de nuevos mitos diría que éso, precisamente, creo que está ocurriendo. Sólo pido que esas fuerzas tremendas que desencadena la Historia sean para generar una civilización planetaria y verdaderamente Humana, en la que la desigualdad y la intolerancia sean abolidas para siempre, (aplausos). Entonces, como dice un viejo libro, «las armas serán convertidas en herramientas de labranza».
Nada más, muchas gracias.
18 de Abril de 1991
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