11 may 2012

Los años en que viviremos en peligro


Francisco Javier Ruiz-Tagle

Una de las críticas más agudas que Nietzsche hacía a la sociedad de su tiempo era que se había perdido por completo la sensación de peligro, acicate y condición indispensables –según su mirada particular- para el nacimiento del hombre nuevo que el filósofo estaba esperando. Pocas décadas después, cayó sobre Europa y el mundo aquel indecible horror de las dos grandes guerras.
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Image by: Agustisol .
La Mirada
Pressenza Santiago, 1/12/12 Acontecimientos tan terribles deberían haber bastado para poner en alerta a los pueblos respecto de la incertidumbre de su destino colectivo. Pero no fueron suficientes y aunque con posterioridad a esos infaustos eventos se vivieron algunos otros sobresaltos importantes en el contexto de lo que se conoció como Guerra Fría, la caída de la Unión Soviética sirvió de justificación perfecta para que unos pocos irresponsables dieran por clausurada la historia para siempre.
A partir de ese momento, las poblaciones volvieron a su modorra y se arrojaron alegremente en los brazos de la llamada sociedad de consumo, que les prometía el acceso al paraíso del bienestar material a la vuelta de la esquina. “No hay nada de qué preocuparse” -nos decían- “porque esto funciona solo. La clave de tanta maravilla consiste en trabajar para consumir y consumir para trabajar, un circuito perfecto que jamás puede detenerse”.
Así, aquel acto creador que siempre acompañó al ser humano cuando necesitaba elevarse por encima de las adversidades circunstanciales y desde donde se alumbraron sus mejores conquistas, se degradó velozmente hacia el acto maquinal de comprar y vender. No había ningún problema que resolver puesto que todo se suponía ya resuelto por la colosal “inteligencia” del sistema; incluso, ni siquiera era necesario mover el cuerpo gracias al explosivo desarrollo del comercio electrónico. Solo había que desear algo para tenerlo a nuestro alcance en forma prácticamente instantánea, y la publicidad se ocupaba de que deseáramos muchas cosas, todo el tiempo. En un fenómeno de seducción sin precedentes en el arduo devenir de la humanidad, los pueblos del mundo (o buena parte de ellos) se volvieron consumidores compulsivos.
Sin embargo, la cómoda mediocridad que otorgaba el hecho de emplazarse como simple engranaje de una maquinaria universal se ha visto fuertemente remecida en estos últimos meses y años, porque los problemas ocasionados por ese estilo de vida se han venido multiplicando y hoy nos enfrentamos, entre otras cosas, a la posibilidad cierta de una crisis social y económica global. Con el agravante de que las dirigencias, esas mismas que antes exudaban un optimismo contagioso al momento de cantar las bondades del sistema, ahora no saben qué respuestas dar salvo la de aplicar febrilmente fuertes recortes a los beneficios ofrecidos. ¿Y los pueblos? Después de una distracción tan prolongada, el retorno a la realidad ha sido durísimo y al menos han atinado a protestar, lo que ya es bastante… pero no suficiente.
Porque sucede que el peligro ha regresado a la vida de esos pueblos dormidos y alienados, bajo la forma de una acelerada y radical desintegración de la sociedad que constituyen. En un escenario social cada vez más caótico y hostil, el poder centralizado que conocemos no tiene (ni tendrá) ninguna posibilidad de operar para revertir o reorientar dichos acontecimientos: se ha tornado por completo impotente. Si bien aún subsiste la inercia de canalizar las demandas hacia los niveles de decisión como única vía de solución, dentro de poco quedará claro que el viejo paternalismo que ha caracterizado a la interrelación de conjuntos y dirigencias dejó de funcionar para siempre. El punto de quiebre entre un momento y otro se producirá cuando los pueblos afronten esta orfandad y abandonen toda falsa esperanza respecto del poder establecido, para volverse hacia sí mismos y buscar las respuestas en su propio seno.
Pero, por cierto, esto no es tan fácil porque al final ¿qué sabemos las gentes comunes y corrientes respecto de cómo organizar una sociedad? ¿Qué sabemos de tecnología, agricultura, medicina o construcción? Vivimos en un medio altamente tecnologizado y cuyo desempeño ha estado casi por completo en manos de especialistas, de manera que la sensación de abandono por la ausencia de los“padres proveedores” puede llegar a ser terrible y paralizante para los grandes conjuntos.
Pues bien, ese es el complejo desafío que estamos obligados a enfrentar en el futuro inmediato: a consecuencia de una cierta mecánica de los acontecimientos (y seguramente, muy a nuestro pesar) hemos vuelto a vivir en peligro, tal como lo quería el sabio germano. Los problemas a resolver son innumerables y aún está por verse si vamos a ser capaces de ponernos a la altura de los tiempos, de acuerdo con la expresión de Ortega. Para intensificar aún más la sensación de alarma, hay que decir que si los pueblos no consiguen romper el inmovilismo en el que se sumieran tras varias décadas de dejadez y poner manos a la obra con urgencia, nos espera de aquí a poco un mundo atrozmente invivible y una larga y oscura Edad Media.
El Humanismo Universalista ha venido planteando, desde hace más de 20 años, una discusión pública sobre los problemas de la descomposición social y sus catastróficos efectos, así como de los cursos de acción posibles para superarla (ver Cartas a mis amigos, Silo y El fin de la Prehistoria, Tomás Hirsch;http://www.libreriahumanista.com/ ). Todos los caminos sugeridos consideran el protagonismo activo de la base social pero son muy pocos los que han querido escuchar, seguramente a causa del deslumbramiento casi patológico que produce la compulsión consumista en la población. Ni que hablar de los líderes, quienes han sido los principales beneficiarios de este particular “estado de cosas”, gracias a los infinitos privilegios que les ha otorgado su posición. Hoy, tanto unos como otros están obligados a hacerse cargo de reparar una irresponsabilidad histórica sostenida durante demasiado tiempo, a riesgo de ser arrastrados por los acontecimientos si no lo hacen.
El historiador chileno Gabriel Salazar, uno de los pocos que han estudiado en profundidad la historia de los movimientos sociales ha explicado que, en los comienzos de la república, la base social supo encontrar soluciones organizativas y productivas, incluso económicas, que a menudo contradijeron abiertamente las políticas autocomplacientes de las minorías gobernantes. Es cierto que se trataba de un mundo más simple, pero el espíritu creador estuvo presente allí y logró dar con las respuestas necesarias para mejorar la vida de los conjuntos en aquel momento histórico. Como humanistas, estamos convencidos de que el riesgo inminente de un desastre social en ciernes servirá de incentivo para invocarlo nuevamente en nuestra propia época; ese espíritu vital ha de ser el que nos impulse a transitar desde la condición pasiva de consumidores hacia una activa de genuinos creadores.
PD: aquí va un pequeño aporte para estimular nuestra creatividad

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